domingo, 22 de mayo de 2022

El pecado del orgullo

 

"Lo odio y lo amo.

Me enfrento a él, y lo abrazo.

Me aterra, y sin embargo,

Le permito reposar en mi pecho.

 

Se sentirá tan cálido en un monasterio

como en un burdel,

y se deleitará tanto

con una buena oración

como con una sucia injuria"

 

John Berridge (1716-1793)



La lucha contra el orgullo

 

El orgullo es uno de los pecados más complejos de enfrentar, odiado y amado al mismo tiempo, nos entrega un placer silencioso e inconsciente hasta que lo detectamos. Cuando nos descubrimos orgullosos, buscamos ser humildes y lo somos hasta que alguien -nuevamente- nos sorprende satisfechos al oír los halagos de los demás. 

 

El orgullo se relaciona con la reputación social, con el temor al qué dirán, a la opinión que los demás tienen de nosotros. Un concepto de la psicología social, el "otro generalizado", sostiene que uno cree de si mismo algo así como el promedio de las percepciones que imaginamos que los demás tienen de nosotros, o sea, lo que nosotros pensamos de nosotros mismos está relacionado con lo que creemos que los demás piensan de nosotros. Esto funciona a nivel inconsciente y nunca deja de operar. Por eso nos importa tanto el tener una buena "reputación" ante los demás, porque desde ahí surge la idea que tenemos de nosotros mismos (y siempre queremos que esa idea sea la mejor). El problema es que esa "reputación" se construye en base a los parámetros de este mundo y no desde el conocimiento de Dios. Es probable que los desórdenes financieros de muchos estén relacionados con el deseo de mostrarnos más exitosos, más interesantes y más atractivos de lo que en realidad somos.

 

El orgullo parte de creernos mejores a los demás. La palabra de Dios apunta exactamente contra esto cuando nos manda a "considerad a los demás como superiores a vosotros mismos" (Fil 2:3). No siempre es grato pensar que cuando realizamos un buen ministerio el verdadero agente detrás de lo visible sea Dios mismo, todos queremos ser reconocidos en aquella hazaña.

 

Sin embargo, a Dios le agrada el hombre humilde, de hecho, son éstos los que reciben gracia de parte de Dios para obrar según el estándar divino. Santiago cita el Salmo 147:6 en su carta: "Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (Santiago 4:6). Exactamente el mismo texto es citado por el apóstol Pedro: "Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, Y da gracia a los humildes" (1º Pedro 5:5). El mismo Pedro nos manda a humillarnos delante de Dios: "Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo" (1º Pedro 5:6).

 

El Señor Jesucristo señaló que el Reino de los Cielos es de los pobres de espíritu (Mt 5:3), aludiendo directamente a la condición humilde del ser humano, capaz de ver su pobreza, miseria y pecado espiritual sin acusar una agresión personal. El Señor mismo es el ejemplo supremo de humildad para todo cristiano: "Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11:29). El conocido pasaje de Filipenses 2 muestra la actitud de humildad y sumisión de Cristo, el que no tuvo problemas en hacerse hombre y morir en una cruz siendo Dios mismo.

  

El orgullo como un pecado basal

 

Pareciera que todo pecado humano incluye una determinada dosis de orgullo. Siempre nos anima reivindicar ante los demás lo que somos y lo que merecemos. Es natural el deseo de poner a los demás "en su lugar" cuando no nos dan el reconocimiento que esperamos.

 

Es imposible agradar a Dios si vivimos centrados en nosotros mismos. "Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde, Mas al altivo mira de lejos" (Salmos 138:6). Incluso, cuando leemos estos pasajes confrontativos, siempre pensamos que están describiendo a otra persona, a un amigo, a un familiar, a un vecino; pero nunca a nosotros mismos. Piense en la casi imposibilidad de predicar el evangelio cuando vivimos orgullosamente. El evangelio presenta a Cristo como el justo pago de la sentencia por nuestro pecado, al Dios-hombre que nos ha curado a través de su llaga, al que nos provee reconciliación con Dios y salvación por medio de su obra, que nos hace aceptos ante Dios. Ahora imagínese usted mismo viviendo en la vanagloria de esta vida, jactándose por sus logros materiales y por las credenciales que tiene en el ámbito que sea: es imposible predicar a Cristo cuando sólo nos dedicamos a exaltar nuestra persona.

 

El orgullo es el pecado base de la humanidad caída. Recordemos que Satanás instaló en su ser la idea de ser "semejante al Altísimo" en cuanto a estatus, posición, importancia. Este fue el comienzo del mal: "¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo." (Isaías 14:12-14)

 

"Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión." (Rm 12:16)

 

 

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