sábado, 13 de julio de 2024

La fe salvífica, un don de Dios

 Vino, pues, Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Y había en Capernaum un oficial del rey, cuyo hijo estaba enfermo. Este, cuando oyó que Jesús había llegado de Judea a Galilea, vino a él y le rogó que descendiese y sanase a su hijo, que estaba a punto de morir. Entonces Jesús le dijo: Si no viereis señales y prodigios, no creeréis. El oficial del rey le dijo: Señor, desciende antes que mi hijo muera. Jesús le dijo: Ve, tu hijo vive. Y el hombre creyó la palabra que Jesús le dijo, y se fue.

Juan 4:46-50

 

Siempre se menciona este milagro del Señor Jesucristo, el cual sana con el poder de su palabra al hijo de un oficial del rey que había enfermado gravemente, pues estaba a punto de morir. Naturalmente el padre estaba muy preocupado por su hijo, el Señor en cambio, impartía la sanidad con un propósito que iba más allá del bienestar físico, mostrar a través de señales y prodigios que él era el Mesías.

 

El oficial fue bienaventurado por partida doble. Por un lado, su hijo fue sanado instantáneamente por el poder de Dios, por otro lado, el demostró algo muchísimo más importante: tener fe genuina en Dios. El hombre creyó sin haber visto nada espectacular ni milagroso, tal como declara el pasaje: "Y el hombre creyó la palabra que Jesús le dijo, y se fue" (v. 50). 

 

Este desenlace fue precedido por una fuerte declaración del Señor, "Si no viereis señales y prodigios, no creeréis" (v. 48). En otras palabras, para "creer" el hombre natural debe ver, constatar, verificar y luego de haber comprobado por sí mismo la realidad de lo que se le señala, entonces cree. En el sentido estricto, eso no es fe, como señala el escritor de Hebreos: "la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (He 11:1). La fe que salva es un don de Dios y él la instala -por su propia voluntad, no porque alguien se lo haya pedido- en un hombre previamente regenerado: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios" (Ef 2:8). Por esa razón nadie puede creer verdaderamente en el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo si no es que Dios le haya permitido: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere" (Jn 6:44). De esta manera, el hombre que es enviado por el Padre a creer en el Hijo tendrá la fe salvífica, aun cuando nunca haya visto ni experimentado nada sobrenatural.

 

Es interesante notar que las creencias que provienen de la "constatación empírica" -si se quiere un término científico- no son iguales a tener fe salvífica. Esto es lo que parece decir el Señor a los fariseos que demandaban señales para creer: "Él respondió y les dijo: La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás" (Mt 12:39). Tomás, el que no creía en el Cristo resucitado, declara a Cristo como Señor y Dios sólo al verlo personalmente, pero el Señor añade: "bienaventurados los que no vieron, y creyeron" (Jn 20:29), por lo que esa bienaventuranza se reserva a los que no han visto eventos sobrenaturales, señales ni milagros, y aun así tienen una perfecta fe en el Dios invisible.

 

Cuando decimos que al creer en Cristo el hombre pone su deuda en el Salvador, le imputa su pecado, Cristo se hace ofrenda por el pecado (2ª Co 5:21), paga la sentencia y cancela la deuda del hombre con Dios, estamos hablando de eventos o realidades metafísicas que nadie ha observado ni constatado empíricamente, por lo tanto, los creyentes somos parte de los bienaventurados que no vieron y creyeron. Sabemos que en el evangelio "la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá" (Rm 1:17).

 

La soberanía de Dios en la salvación de los hombres es una doctrina bíblica bastante clara. Ni siquiera es necesario apelar a la teología reformada para sustentarla. Es Dios quien pre ordena a la gente para la vida eterna: "Los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna" (Hch 13:48), los hombres o mujeres que finalmente creen son únicamente los que Dios decretó que creyeran: "...Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos" (Hch 2:47), "Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad" (2° Ts 2:13).

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