Ananías y Safira
Los últimos versos de Hechos 4 dan el contexto para comprender mejor el comienzo del capítulo 5. Bernabé había vendido su herencia y el valor recaudado lo había puesto íntegramente a disposición de los apóstoles (Hch 4:37). Este acto ilustra la tan mencionada “unanimidad” de la iglesia primitiva, donde cada cual subordinaba su interés personal al del grupo de hermanos.
Ananías y Safira también vendieron su heredad, pero a diferencia de Bernabé, no donaron todo el monto de lo vendido, sino sólo una parte, lo que en si mismo no constituye ningún pecado. El problema fue el intento de hacer creer a los demás que “lo habían dado todo”, equiparándose monetariamente al “compromiso” espiritual de Bernabé. El cristiano nunca tuvo la obligación de donar su patrimonio, las entregas de dinero eran voluntarias y reflejaban amor a Dios y al prójimo. En el fondo, la raíz de este pecado está en desear la aprobación de los hombres más que la de Dios.
Ambos cónyuges murieron al instante en que fueron confrontados. Este desenlace no deja de ser escalofriante, parece ser de una severidad excesiva considerando que quien sentencia la muerte es el apóstol Pedro, el mismo que unos meses atrás había negado al Señor Jesucristo (Mt 26:34). Una lectura centrada en la humanidad de los protagonistas habría esperado una reacción más misericordiosa de Pedro, a quien se le había perdonado un pecado bastante serio. Creo que se puede comprender la severidad de la sentencia al considerar el contexto en que se da la situación, estamos en presencia de las columnas de la iglesia (Ga 2:9-10), testigos recientes tanto del ascenso del Señor como del descenso del Espíritu Santo.
En el pasaje siguiente Lucas entrega un nuevo reporte de la situación de la iglesia: señales, prodigios y milagros continuaban siendo hechos por los apóstoles y el número de creyentes continuaba aumentado. Se menciona que mucha gente postrada era sacada en sus camas al camino, para que la sola sombra de Pedro pudiera sanarlos (Hch 5:15). Este detalle da cuenta de las creencias místicas del pueblo.
Pedro y Juan perseguidos
La envidia que sentían los sacerdotes los movió a encerrar nuevamente a Pedro y Juan en la cárcel, a la espera que el concilio sesionara. Sin embargo, un ángel abre las puertas de la cárcel y los anima a proseguir el ministerio: “Id, y puestos en pie en el templo, anunciad al pueblo todas las palabras de esta vida” (Hch 5:20). Esta participación angelical simboliza el cuidado y asistencia de Dios en pos del progreso del Reino. El Señor Jesucristo dijo que estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28:20).
Ya instalados en el concilio, los sacerdotes judíos le piden a Pedro y Juan explicaciones del porqué continuaban enseñando sobre “aquel nombre”, algo que se les había prohibido (nótese la negativa de los judíos de llamar al Señor por su nombre). Ante esta exigencia los apóstoles establecen la base para entender pasajes como Romanos 13, se debe obedecer a la autoridad civil siempre y cuando no contradiga la voluntad de Dios, eso es lo que Pedro señala al decir “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5:29). Obedecer a Dios es justamente proclamar a Cristo crucificado (1 Cor 2:2), en todo contexto y lugar. Recordemos la instrucción de Cristo de ser testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch 1:8).
Después de esta respuesta desafiante, Pedro por quinta vez acusa a los judíos de la muerte del Señor (Hch 5:30) sin importarle que alegaran inocencia. Acto seguido el apóstol proclama a Cristo crucificado para arrepentimiento y perdón de pecados, el cual es exaltado por Dios como Salvador y Príncipe. Finalmente, todos estos dardos gatillaron la ira del concilio: “oyendo esto, se enfurecían y querían matarlos” (Hch 5:33). El Señor Jesucristo adelantó la reacción que habría en algunos oyentes al escuchar el Evangelio: “acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:20).
El comentario de Gamaliel
Gamaliel, un reputado doctor en la ley, venerado por todo el pueblo y probablemente el maestro del apóstol Pablo, hace una especial mención sobre el alboroto que se estaba dando a partir del ministerio apostólico. Después de citar un par de caudillos cuyas revueltas no prosperaron en el pasado, evalúa el movimiento apostólico en términos de sostenimiento temporal: “Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios” (Hch 5:38-39).
El gozo de padecer por causa de la justicia
La sesión del concilio culmina otra vez con ley mordaza para los apóstoles: “no hablen en el nombre de Jesús”. Después de esta nueva advertencia son azotados y puestos en libertad. Lo realmente asombroso es la actitud de los apóstoles ante tal intimidación, pues se sintieron “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre”. Este mismo apóstol Pedro, que siente gozo al ser tenido por digno de padecer por causa de Cristo, es el que después alienta a los cristianos que están sufriendo la persecución: “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría” (1 Pe 4:12-13). El misterio se profundiza cuando el apóstol Pablo, en referencia a las tribulaciones de la persecución, dice: “A fin de que nadie se inquiete por estas tribulaciones; porque vosotros mismos sabéis que para esto estamos puestos” (1º Ts 3:3).
El capítulo finaliza con una descripción de la rutina apostólica. Todos los días estaban o en el templo (lugar público) o por las casas (lugares privados), enseñando y predicando a Cristo sin cesar. No hay ninguna razón para que esta “rutina apostólica” no sea la “rutina cristiana” del siglo XXI.
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