Uno de los primeros padecimientos de los apóstoles fue sufrir la cárcel injustamente. Pedro y Juan fueron encerrados toda una noche a la espera de ser interrogados por el concilio de Jerusalén o Sanedrín[1]. La razón del encierro fue el resentimiento de los sacerdotes judíos contra los apóstoles por enseñar sobre Jesucristo y la resurrección de los muertos. Cabe mencionar que el grupo que dominaba el Sanedrín era la secta de los saduceos, grupo religioso que negaba todo evento sobrenatural como los milagros, los ángeles y en especial la resurrección de los muertos.
En este contexto de intimidación e incipiente persecución se registran cinco mil nuevos creyentes convertidos por la predicación apostólica. El encarcelamiento fue un burdo intento de detener el avance del reino de Dios a través de la predicación poderosa de la iglesia primitiva.
El Concilio en Jerusalén
Al día siguiente Pedro y Juan fueron liberados y se dirigieron al concilio. En ese lugar se les exigió que dijeran con qué poder habían sanado al cojo en la puerta del templo. Se daba por hecho que existía un poder sobrenatural tras ellos, pues la sanación fue realizada ante muchas personas y no se podía negar fácilmente.
Pedro responde “lleno del Espíritu Santo” (Hch 4:8), o sea, completamente guiado por Dios, con sabiduría y valentía para enfrentar a la más alta alcurnia de la nación judía. El Señor había prometido guiar las palabras de sus discípulos cuando fuese el momento preciso (Lc 12:12), por lo que la argumentación de Pedro incluyó todo lo que Dios quiso declarar en aquel momento.
Como sucedió en el capítulo 3 de Hechos, el apóstol Pedro se desmarca de la autoría del milagro señalando a Jesucristo de Nazaret, “a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano” (Hch 4:10). Con esta declaración Pedro provoca doblemente al Sanedrín, al culparlos por tercera vez de la muerte del Señor y en especial al reivindicar la resurrección de Cristo de entre los muertos, doctrina a la que los saduceos se oponían tenazmente. En otras palabras, Pedro les dice que el cojo “está en vuestra presencia sano” gracias al poder de aquel que ellos mismos mataron.
Cristo, la piedra reprobada por los edificadores (la nación de Israel) ha venido a ser la cabeza preeminente de la Iglesia (Ef 2:19-22). Romanos 9 refiere a Cristo como la “piedra de tropiezo” que hizo caer a Israel, pues buscaron la justicia de Dios a través de las obras de la ley y no por la fe (Rm 9:32-33). La exclusividad de salvación en Cristo se evidencia en la contundente declaración de Pedro: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4:12). En Juan 14:6 el Señor declara ser el camino, la verdad y la vida; nadie puede llegar al Padre si no es por él. En la actualidad el apóstol Pedro sería acusado de fundamentalismo doctrinal al negar la posibilidad que los hombres puedan salvarse a través de otras religiones o credos.
Pedro y Juan eran hombres populares, sin educación, por lo que se esperaba que hablaran y argumentaran como tales. No obstante, la sabiduría y elocuencia con que se expresaron maravilló a los miembros del concilio. Como mencionamos, el poder del Espíritu Santo guio a estos hombres a hablar en los términos y formas adecuadas. El Espíritu Santo es el que guía a todo cristiano a hablar la Palabra de Dios con denuedo y con inteligencia.
En resumidas cuentas, este episodio de la sanación del cojo se estaba convirtiendo en un gran dolor de cabeza para los religiosos judíos. La proclamación de Jesús como el mesías resucitado significaría para ellos una importante pérdida de poder, por esta razón recurrieron a la amenaza, “les intimaron que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús”[2](Hch 4:18). Para el apóstol Pedro esta petición era imposible de cumplir “porque no podemos de dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4:20). Es imposible para el creyente poder dejar de hablar de Cristo ni siquiera estando bajo amenaza. Como declaró el apóstol Pablo “!ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1º Co 9:16).
Finalmente, el concilio decide soltar a Pedro y a Juan, a los que no fue posible castigar ya que el pueblo glorificaba a Dios por la sanidad realizada.
La alabanza a Dios
Una vez puestos en libertad Pedro y Juan contaron todo lo sucedido al resto de los apóstoles y discípulos, alabando a Dios por tal situación. En una expresión típica de adoración a Dios y que da cuenta de su soberanía sobre todo lo existente, se hace referencia al “creador de los cielos y de la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay” (Hch 4:24). Por otra parte, el Espíritu Santo, por boca de David, profetizó en el Salmo 2 los eventos que culminaron con la crucifixión del Señor. Ambos temas (Dios creador y los sufrimientos de Cristo anunciados en el AT) dan cuenta del designio o decreto de Dios, “para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera” (Hch 4:28). Con esta declaración queda en evidencia el reconocimiento de la soberanía de Dios por parte de la temprana iglesia apostólica.
Los creyentes piden denuedo
“Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” (Hch 4:29). Es de notar que ni siquiera los apóstoles se eximían de la necesidad de pedir valor para predicar la Palabra de Dios, la valentía no se incluye instantáneamente al momento de la conversión, sino que es algo que el cristiano debe procurar por medio del Espíritu Santo. En particular ellos pedían valor para enfrentar las amenazas del concilio, pero el creyente actual también se enfrenta a diversas amenazas, en la misma medida que es fiel a la predicación del Evangelio genuino.
Hechos 4:31 señala que después de haber orado fueron llenos del Espíritu Santo y la consecuencia de esa llenura fue que “hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hch 4:31). El párrafo establece una relación causal indesmentible.
Todas las cosas en común
El libro de Hechos abunda en describir al cristianismo apostólico en términos de “unanimidad”. Había unidad de corazón, de alma, de comunión y solidaridad en los temas económicos. La vida cristiana de la iglesia primitiva es un ejemplo de servicio al prójimo, donde se suplen las necesidades concretas, donde cada miembro subordina su interés individual al bienestar de la comunidad de redimidos. El amor de Dios se manifiesta en una preocupación concreta por el bienestar del prójimo, no sólo en teoría.
[1]El Sanedrín era el cuerpo legislativo de la nación judía y también la corte suprema de justicia, tenía setenta y un miembros entre los que se contaba el sumo sacerdote.
[2]F. Bruce destaca que los integrantes del Sanedrín no hicieron un ataque directo a la enseñanza sobre la resurrección. Ni en esta situación ni en las sucesivas hubo acción contra la enseñanza apostólica central: que Cristo resucitó de los muertos.
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