Las sanación de un cojo
El escenario de este capítulo es el templo de Jerusalén, en particular la zona de ingreso conocida como puerta “la Hermosa”. Los apóstoles Pedro y Juan asistían a la oración de la hora novena (equivalente a las 3 de la tarde), la que se relacionaba con el sacrificio continuo que se ofrecía en el templo dos veces al día. La instrucción de este procedimiento viene de Números 28.
La tranquilidad que proviene de lo predecible y regular -como este ritual permanente- es abruptamente quebrada por un acontecimiento sobrenatural; la sanación milagrosa de un hombre cojo que pedía limosna en la puerta del templo. Aquel arrastraba una cojera de nacimiento, sin remedio, por lo que la limosna era su único sustento. Afortunadamente, el hombre es sanado por Dios a través de Pedro y Juan, milagro realizado a vista de todos los presentes. Agradecido de Dios el hombre “se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios” (Hch 3:8). Es de notar que el sanado no dirige su alabanza ni agradecimiento a los apóstoles, sino que es consciente del verdadero autor del milagro. Esto podría indicar que Dios obró regenerándolo completamente.
La reacción del pueblo fue de asombro y de espanto al presenciar este acontecimiento milagroso, probablemente debido a la poca costumbre que tenían en vivenciar un hecho como éste. De todos modos, este evento constituyó una credencial irrefutable del poder que actuaba a través de los apóstoles, poder que el Señor Jesucristo les había prometido recibir (Hch 1:8).
El segundo discurso de Pedro
El apóstol evita a toda costa ser el destinatario de la veneración del pueblo, pues temía que le atribuyeran a él la sanación del cojo. Es notable que Pedro, con un claro liderazgo en el apostolado, sea plenamente consciente de ser un mero instrumento en las manos de Dios, por lo que entrega toda la gloria y alabanza al Señor Jesucristo. Para eliminar cualquier duda el mismo pregunta en forma retórica: “¿por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste?” (Hch 3:12). Pedro se esmeró en no eclipsar en lo más mínimo la alabanza que solo el Señor Jesucristo merece recibir.
Acto seguido el apóstol no pierde la oportunidad de endosar nuevamente la muerte del Señor a su audiencia judía: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos.” (Hch 1:13-15). Pedro evitó toda diplomacia en su discurso y acusó directamente al pueblo sin importarle su reacción. No obstante, después matiza la acusación al decir que no hubo “dolo” en la actuación de los judíos, sino solo ignorancia.
A continuación Pedro predica el Evangelio incluyendo algunos elementos que no estaban en su primer discurso de Hechos 2. Añade la finalidad expiatoria del llamado al arrepentimiento y la conversión, “para que sean borrados vuestros pecados” (Hch 3:19). Además, da cuenta del estado de paz con Dios que obtiene el hombre al ser reconciliado en Cristo “para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio”. La paz en Cristo constituye el verdadero reposo para todo ser humano (Rm 5:1).
Más adelante el apóstol proclama que Cristo es aquel profeta del cual habló Moisés (Dt 18:15-16), levantado por Dios de entre su pueblo y al que es necesario prestar atención (Hch 3:22). La advertencia para quien no lo oye es ser “desarraigado del pueblo” (Hch 3:23). No sólo Moisés profetizó sobre Cristo, sino que desde Samuel en adelante la profecía refiere al Señor. ¿Por qué desde Samuel si antes también hay referencias a Cristo? Porque desde Samuel se estima el inicio de la época de los profetas. Finalmente, el mismo Señor Jesucristo señala que toda la Escritura trata sobre él (Jn 5:39).
Finalmente, los últimos dos versículos del capítulo respaldan textualmente el cumplimiento en Cristo de la promesa que Dios hizo a Abraham “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gn 22:18). Dios envió a su Hijo primeramente a su pueblo, “a vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hch 3:26). La bendición a Israel es finalmente bendición a todas las naciones (Rm 1:16).
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