El Espíritu Santo
Cincuenta días después de la resurrección del Señor ocurre Pentecostés[1]. El Espíritu Santo viene sobre los apóstoles reunidos en el aposento alto y los lleva a hablar en otras lenguas, las que eran claramente comprendidas por los “varones piadosos y de todas las naciones del cielo que moraban en Jerusalén” (Hch 2:5). Judíos y prosélitos -un gentil convertido plenamente al judaísmo- procedentes de muchas regiones del mundo conocido, todos oían hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua, lo que naturalmente los dejaba perplejos.
Pentecostés es un evento central en el NT, anunciado por el mismo Señor Jesucristo (Jn 14:15-21) y que ocurre justo después que el Señor asciende. Las lenguas “como de fuego” traen a la memoria las veces en que la presencia de Dios se manifestó sobre el monte Sinaí, o sobre el mismo Tabernáculo, como columna de fuego. También se me viene a la mente el episodio de Moisés y la zarza ardiente. Es recurrente la asociación entre la presencia de Dios y el fuego, lo que también expresa su carácter justo, “Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso” (Dt 4:24). Recordemos cuando una sección del campamento de Israel es consumida por el fuego de Dios en pleno desierto (Nm 11:1), o el famoso episodio de Nadab y Abiú, en Levítico (Lv 10).
El habla en idiomas desconocidos, pero inteligibles, no puede estar significando otra cosa que la universalidad del Evangelio. Recordemos que el pueblo de Israel recibió de forma exclusiva “la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo” (Rm 9:4-5). La lengua de la nación de Israel y el idioma en que fue escrita la Torá fue el hebreo (con un par de excepciones de Arameo), por lo que la presencia de lenguas o idiomas diferentes hablando las maravillas de Dios constituye un acontecimiento eminentemente simbólico (por más que tuviera efectos funcionales a la evangelización del momento).
El primer discurso de Pedro
En este contexto de manifestaciones del Espíritu Santo el apóstol Pedro realiza su primer discurso, dotado de una elocuencia y poder que no lo caracterizaban. Su primera mención es anclar el Pentecostés del NT con una profecía de Joel, lo que subraya la relevancia del acontecimiento como parte del plan profético. Posteriormente el apóstol centra su discurso en el Señor Jesucristo, “varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él” (Hch 2:22). Una mejor expresión sería “varón acreditado” (textual: ha sido mostrado) en vez de “aprobado” (lo que pudiera entenderse como puesto a prueba). O sea, Dios hizo demostración en Cristo de maravillas, prodigios y señales que evidenciaban su condición de Hijo de Dios, lo que fue de público conocimiento para una buena cantidad de hombres de aquel momento histórico.
Este varón, el Hijo de Dios, fue entregado por el “determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hch 2:23). El mismo apóstol Pedro escribió en su primera carta que Cristo había sido “ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1º Pe 1:20). El propósito de Dios es eterno e inmutable, el no cambia su voluntad debido a las circunstancias, la cruz de Cristo sólo da cumplimiento al plan que Dios había trazado desde la eternidad. Sin embargo, a pesar de esta categórica expresión de la voluntad soberana de Dios, Pedro acusa duramente a los oyentes imputándoles la muerte del Señor: “prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hch 2:23). O sea, aun cuando Pedro declara la soberanía de Dios sobre todos los acontecimientos, incluido la crucifixión de su Hijo, de igual manera hace a los hombres responsables de sus actos. La soberanía de Dios no anula la responsabilidad del hombre.
El Señor Jesucristo triunfa sobre la muerte por cuanto era imposible que fuera retenido por ella (Hch 2:24). Su resurrección es también nuestra esperanza, de que así como hemos muerto en semejanza de su muerte, de la misma manera lo seremos en su resurrección (Rm 6:5). En su primera carta el apóstol Pedro habla de una esperanza viva debido a la resurrección de Cristo de los muertos (1º Pe 1:3) y en su primer discurso asocia la muerte y resurrección del Señor a un Salmo de David: “no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Sal 16:8-11). Aunque David se exprese en primera persona, es claro que el referente del texto es Cristo, el mismo Pedro se encarga de decir que David sí vio corrupción. “Me hiciste conocer los caminos de la vida” (Hch 2:28), algunos comentaristas señalan que este texto podría tratar de la resurrección del Señor.
La cita al Salmo 110 hace referencia al retorno del Señor a la gloria que tuvo desde la eternidad y que vio interrumpida en su morada terrenal (Fil 2:5-11). Es de notar que Pedro nuevamente endosa a los judíos la muerte del Señor “a este Jesús a quien vosotros crucificasteis” (Hch 2:36). Esta segunda acusación al parecer compunge a los oyentes, los que no saben cómo reaccionar “¿qué haremos ahora?”. En este momento Pedro predica la buena noticia, incluyendo como oyentes a los que acusó de haber matado al Señor. El llamamiento es: “arrepentíos y bautícese en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados”. El bautismo es una instancia de identificación pública con el Salvador, confesando su Señorío. La exhortación y testificación de Pedro fue tan poderosa que añadió como a tres mil personas a la Iglesia.
Los unanimidad de los hermanos
El capítulo finaliza describiendo el inicio de la era apostólica. Doctrina, comunión, partimento del pan y oración. Es digno de notar la cantidad de veces que se menciona la condición “unánime” de los hermanos, al parecer requisito necesario y excluyente para aprender doctrina, mantener comunión en Cristo, tomar la cena y orar en la voluntad de Dios. Otros frutos espirituales se expresan en la alegría y sencillez de corazón con que compartían. Finalmente, “el Señor añadía a su iglesia los que iban siendo salvos” (Hch 2:47), referencia a la autoría de la salvación, la que de principio a fin pertenece a Dios mismo.
[1]Pentecostés, u originalmente la “fiesta de las semanas” señalaba el fin de la siega de cereales. “Era siete semanas después de la Pascua y de los Panes sin levadura; de ahí, el nombre de la fiesta de las semanas. Se celebraba en junio. No se asocia a ningún suceso histórico en Israel en ninguna parte del A.T. Sin embargo, más tarde fue asociada con la entrega de los diez mandamientos en el monte Sinaí. En el NT se conoce como día de Pentecostés, basado en la traducción griega de 50 días o 7 semanas”.
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