La sección final del capítulo 5 de Josué es muy especial, pues aparece un personaje misterioso, enigmático, el que se identifica como el “Príncipe del Ejército de Jehová” (v.5). Mientras Josué caminaba por sectores cercanos a Jericó, quizá en el objetivo de explorar más de cerca la zona, se le aparece de frente un hombre desconocido, con una espada desenvainada, listo para el ataque. El diálogo es iniciado por Josué, el cual le pregunta: “¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?” (v.13). El Príncipe del Ejército de Jehová responde: “No; más como Príncipe del ejército de Jehová he venido ahora” (v.14). Note que este enigmático personaje no acepta ninguna de las opciones que Josué le entrega, no es ni amigo ni enemigo. Al instante Josué debe haber observado algo que lo hace caer postrado ante este varón en señal de adoración, hecho que por sí mismo sugiere de forma firme que este enigmático personaje era una persona divina. Si Josué se postra en adoración, y el texto no objeta tal acción, entonces la hipótesis de la teofanía es altamente probable. En esta misma dirección se agrega el mensaje final que recibe Josué: “Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo” (v.15). Parece confirmado que El Príncipe del Ejército de Jehová es una persona divina, probablemente el eterno Hijo de Dios pre encarnación, el que cual es la única persona divina que establece dialogo con el hombre tomando forma humana.
Tengo dos ideas extraídas desde esta especial historia. La primera es el deseo de Josué de definir a aquel hombre según categorías puestas por el mismo Josué. Como mencionamos recién, aquel hombre misterioso era una persona divina, por lo que Josué intentó encasillarlo en referencia a si mismo: “estás conmigo o estás contra mí”. La respuesta de Dios no se hizo esperar: “ninguno de los dos” (NTV), limitándose a revelar quién era, el comandante del Ejército de Dios. Tal situación es una buena ilustración de lo que muchas veces intentamos hacer con Dios, definirlo en función de nuestros planes o de nuestras categorías, como si Dios pudiese ser clasificado en función de nuestros proyectos o planes personales, de los cuales nosotros somos los protagonistas. La realidad de la vida cristiana es la opuesta, el designio, el plan o la misión son de Dios y los hombres -solo por su gracia- podemos ser instrumentos al servicio de su misión. Sólo Dios puede referenciarnos en función de él mismo (Mt 12:30). Debemos entender que somos los hombres los insertos en la misión de Dios, que nuestras oraciones, nuestra vida devocional, nuestro servicio y en general, toda nuestra vida ocurre en función del propósito de Dios y no al revés.
La segunda idea que quiero destacar es la ilustración acerca de la santidad del hombre que está en presencia de Dios. En aquel tiempo el acto de quitarse los zapatos era una forma de expresar respeto y reverencia por otra persona, ya que el calzado o sandalia, al estar en constante contacto con el suelo, representaba nuestra suciedad. El Príncipe del Ejército de Jehová le indica a Josué que el lugar que comparte con él es un lugar santo, debido a la santidad del mismo Príncipe. Esta expresión es la misma que escuchó Moisés al dialogar con Dios en la zarza ardiente. El mensaje es el mismo, Dios demanda santidad a su pueblo, no es posible ser partícipe de la misión de Dios sin una vida en permanente santificación. El propósito de Dios para con su pueblo es específicamente ese: “Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos” (Lv 20:26).
Ahora bien, ¿cómo poder ser santo si aún está la naturaleza caída operando en nosotros? Arthur Pink señala correctamente que “la vieja naturaleza permanece, y sigue sin cambiar, sin mejorar” (La Santificación, A.W. Pink), por lo que es imposible ser perfectamente obedientes a la ley de Dios con todo nuestro ser. Hay que distinguir lo siguiente, en términos posicionales o judiciales Dios nos considera perfectos en la persona de Cristo, eso es lo que significa la expresión “en Cristo” que tantas veces utiliza el apóstol Pablo en sus escritos. El Señor Jesucristo es nuestro mediador y sus virtudes perfectas son imputadas a nosotros.
Sin embargo, la salvación incluye obligatoriamente una santificación real. Dicho de otra forma, si alguien no vivencia el proceso de santificación, entonces no hay razón alguna para creer que aquel sea salvo. La santificación es un proceso constante en todo creyente, el cual incluye arrepentimiento y restauración ante cualquier pecado eventual. El cristiano genuino está permanentemente experimentando una lucha contra el pecado, lucha que revela la existencia de un proceso de santificación en él. De esta manera, un creyente evidenciará un progreso espiritual a lo largo de su vida, haciéndose cada vez más conforme al carácter santo del Señor: “estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil 1:6).